La incesante revolución sexual

Por Romina Vázquez

¿Qué es lo primerito que te viene a la mente cuando lees «revolución sexual»? ¡Vaaamos! Tienes tres segundos para contestar. 

Si te identificas como mujer o tienes vulva, seguramente pensaste en la píldora anticonceptiva, y esa respuesta tiene una razón concreta. El imaginario colectivo que reproduce nociones referentes a nuestra sexualidad, está repleto de barreras, estereotipos y lugares comunes. Es lógico que nos limitemos a nombrar un suceso de los sesenta que ocurrió en Estados Unidos y que, además, benefició principalmente a mujeres blancas y heterosexuales. No voy a negar que está chingón tener agencia reproductiva, pero la hegemonía del concepto tiende a invisibilizar la lucha de mujeres diversas, de personas trans, de trabajadoras sexuales.

Te pongo un ejemplo: ¿recuerdas la educación sexual que recibiste en el colegio? Probablemente no pasaba de explicar cómo poner un condón (si es que no te inculcaron el discurso abstencionista). Regresamos al punto principal: una mirada sesgada, mecánica y falocéntrica de la sexualidad, acotada a la procreación y las formas de evitarla. ¿Dónde quedó el placer?, ¿la autonomía? ¿el consentimiento?, ¿los acuerdos? 

Tampoco nos enseñan que la sexualidad no se reduce a la genitalidad, y que nuestro deseo también está impregnado en lo que pensamos, lo que soñamos, lo que comemos. En la forma de vestir, de caminar, de expresar nuestra corporalidad. 

En contextos profundamente machistas, el placer viene acompañado de una penalización social si eres mujer o tienes un cuerpo disidente. ¿Por qué? Porque si sentimos placer no somos buenas «víctimas». Si salimos de fiesta, si usamos sustancias psicoactivas, si cogemos (¡y todavía tenemos la osadía de disfrutarlo!), parece que merecemos todas las violencias que nos atraviesan. 

La revolución sexual no es un acontecimiento estático del pasado: continúa sucediendo, se sigue adaptando a las circunstancias. Está en la capacidad de decidir sobre nuestros cuerpos, sí, pero también está en reclamar una educación integral, que incluya una perspectiva de placer y bienestar. Está en la construcción de vínculos donde predomine la empatía, el cuidado y el buen trato. Está en las experiencias libres de discriminación, coerción y violencia. Está en el reconocimiento del disfrute y el gozo como lo que son: un asunto político. 

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